Ignacio Avalos Gutiérrez
Las medidas recomendadas por los organismos internacionales, bajo las cuales se ha delineado la nueva política económica de Venezuela prestaron escasa atención a la velocidad de respuesta del aparato productivo a las nuevas medidas, tomando en cuenta la disponibilidad de recursos humanos o la capacidad institucional de las sociedades. Equivalieron a una receta universal que mete en el mismo saco a todos los países, sin tomar en cuenta ni tamaño ni historia, cuando es evidente que sus posibilidades de hacerse competitivos son muy variables y, para la mayoría de los casos en América Latina, reclaman de tiempo bastante largos para casi todos los sectores productivos. Y sobre todo, reclaman acciones gubernamentales de distinta naturaleza y envergadura, no sólo el libre accionar de las leyes del mercado, para hacerlo posible.
Por otra parte, nada indica que la apertura, por sí sola, traiga consigo la fortaleza tecnológica de la industria, así como la protección en su momento y a su modo tampoco dio tal resultado. La experiencia de otros países y de diversas ramas industriales obliga, en este sentido, a actuar con mucha cautela. Varios estudios muestran, en efecto, que no puede darse siempre por descontada una relación automáticamente positiva entre apertura comercial, crecimiento económico y desarrollo tecnológico, como, al revés, tampoco puede señalarse como inevitable una relación siempre negativa entre proteccionismo, atraso económico y atraso tecnológico. La realidad de las cosas se coloca siempre más acá de estas posiciones dicotómicas y su comprensión sólo es posible a través de investigaciones que indaguen hasta el detalle en las diferentes ramas productivas y distintos tipos de empresa.
Cabe advertir, por último, algo que es de por si casi obvio: la inserción de la economía venezolana no depende sólo de las estrategias y políticas que el país se trace, sino también, y de manera decisiva, de las que, por su parte, coincidan y pongan en práctica otros países, fundamentalmente los más desarrollados. Frente a esto, los esfuerzos de integración, entre los países latinoamericanos, en primer término, se convierte en una condición ineludible.
Desde hace mucho, los teóricos han señalado que las fuerzas del mercado no conducen a una óptima asignación de los recursos que se precisan para el desarrollo de innovaciones. En este caso la tasa privada de retorno de la inversión asignada es generalmente mucho más baja que la tasa social de retorno. El mercado tiene, pues, fallas que se manifiestan por la discrepancia del interés público y el interés privado en lo que concierne al monto y la orientación de los fondos que deben dedicarse a la generación de innovaciones.
No puede ignorarse, entonces, la necesidad de la intervención estatal en el estímulo y orientación del desarrollo científico y tecnológico, aunque puedan discutirse, desde luego, las modalidades dentro de las que ella deba ocurrir. Así lo prueba incluso el más desprevenido análisis de la experiencia de países considerados como exitosos desde el punto de vista de sus logros industriales y tecnológicos. Japón es una demostración palmaria al respecto. La mano invisible del Estado, según la expresión del Profesor Cristopher Freeman, en la coordinación del esfuerzo nipón en materia de educación y tecnología constituye el mayor éxito de intervención estatal en nuestro siglo y puede resultar aún de mayor importancia la imitación coreana de este modelo. Igualmente, en los Estados Unidos, después de la reagonomics, se ha reivindicado el rol del gobierno en la economía y ha cobrado fuerza la convicción de contar con una política tecnológica, sobre la base, según señalé en la primera parte del artículo, de que la competitividad de la industria americana es hoy en día un problema de seguridad nacional.
El hecho de que Venezuela tenga un capitalismo poco actualizado, dentro del cual el mercado funciona con muchos tropiezos, y, como parte de ello, escasa cultura tecnológica, redoblan la necesidad de la participación estatal.
El Estado debe, así pues, intervenir con fuerza. Antes esto estuvo presente en casi todas partes, pero su gestión resultó poco atinada en la mayoría de ellas. En el fondo fue un Estado débil, incapaz, últimamente, de darle un sentido de dirección a la sociedad venezolana. Igual cosa puede decirse desde su participación en la orientación y estímulo del desarrollo científico y tecnológico. No obstante que el grueso de los recursos corrió por su cuenta, es difícil decir que haya habido políticas efectivas.
En medio del nuevo cuadro de circunstancias dentro de las que le toca moverse al país urge reubicar al Estado. La COPRE (Comisión Presidencial para la Reforma del Estado) lo ha dicho, con buenos argumentos, hasta el cansancio. Un Estado menos abarcante y más fuerte, con otras maneras de relacionarse con la sociedad civil, con capacidad para propiciar consensos y construir vasta y efectivas alianzas sociales, disponiendo de nuevos instrumentos de acción y esquemas para lograr definiciones colectivas que no se logran ni por la vía del mercado, ni por el expediente de la decisión exclusivamente burocrática. Esta parece ser la tarea.
El actual Gobierno ha tenido, como ya señalé, una fe exacerbada en el funcionamiento de los mecanismos del mercado. El Ministerio de Fomento, al cual le corresponde la concepción de las respectivas políticas y de los correspondientes instrumentos, se le ha pasado el tiempo y no creo ser injusto si digo que no ha llegado, siquiera, a la idea de las cosas que hay que hacer. A última hora ha apoyado la creación del Centro Nacional para la Competitividad (CENAC) -un organismo que hacía falta, aún cuando su apoyo al desarrollo tecnológico no termina por quedar del todo claro-, pero son pocas las cosas que puede mostrar, salvo el cambio parcial de las reglas de juego de la economía. La reforma de sus estructuras y de sus modos de ingerencia en la actividad económica -el sueño inicial de convertirlo en el MITI venezolano- quien sabe por donde ande.
Por su parte, el Conicit (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas), considerado, aún hoy como la institución-eje para la promoción del desarrollo científico y tecnológico nacional, está conceptualmente diseñado de función del sistema de ciencia y tecnología y, en esa medida, tiene una visión sólo parcial de lo que debe ser la política tecnológica y de la competitividad del sector industrial. En otras palabras, su participación se da según viejas pautas y sólo se orienta a una parte del sistema nacional de innovación. Dado que es un tema que ya traté en un artículo publicado en esta misma revista, me ahorro las explicaciones del caso. Tan sólo me limitaré a recordar la necesidad de que se introduzcan cambios de enfoque y conceptuales, a través de los cuales se pueda sustentar una política tecnológica distinta.
Buena parte de esos cambios se expresan en la configuración de lo que, desde hace poco, se viene denominando un Sistema Nacional de Innovación. Este, en final de cuentas, viene siendo un esquema plural de organización, dotado de dispositivos funcionales muy variados, tanto formales como informales, que sirven para juntar organizaciones públicas y privadas, nacionales y extranjeras con el propósito de que, a través de su interacción, se den de la manera más fluida posible las vinculaciones entre ciencia, tecnología, producción y mercado y, en última instancia, se generen, importen, modifiquen y difundan las nuevas tecnologías.
El término alude a una red institucional a través de la cual se vinculan los distintos tipos de capacidades que sustentan los procesos de innovación, y se patrocinan arreglos y compromisos entre las empresas (cooperativas de investigación, por ejemplo), entre empresas y laboratorios (explotación conjunta de patentes, financiamiento compartido de proyectos de investigación, etc.), entre empresas nacionales y laboratorios extranjeros (contratos de investigación, suministro de información, etc.) entre empresas, laboratorios e instituciones de crédito (capitales de riesgo para desarrollar y comercializar innovaciones o para adoptar y asimilar nuevos sistemas tecnológicos), entre empresas de bienes de consumo y firmas de ingeniería (para identificar y evaluar tecnologías, para desagregar paquetes tecnológicos, etc.) entre fabricantes de maquinarias y equipos y empresas usuarias de los mismos (para establecer programas de desarrollo de proveedores) y tantas otras modalidades de alianza entre los agentes de innovación.
Según lo indica la experiencia de otros países, el funcionamiento a través de redes institucionales puede representar una tercera forma, alternativa al mercado y a la integración vertical, al igual que a los esquemas estatistas, como vía para encarar las actividades económicas. A través de estos acuerdos de cooperación se dispone de una manera más efectiva para llevar a cabo las transacciones propias de una economía para la que rigen las leyes de oferta y demanda. Esta tercera forma se da la mano, además, con las posibilidades que brinda el avance de las tecnologías de la información y con las características del modelo de producción post-fordista.
Los cambios que se están produciendo, su velocidad y la profundidad de sus efectos, exigen que el país se ponga en movimiento para encararlos. Y para ello no basta con decretar leyes económicas, según lo prescrito por los libros de texto. Con esto y lo importante que puedan ser, las reglas de juego del mercado, ellas no alcanzan para lo que hay que hacer, en medio de las condiciones en que hay que hacerlo. En la constitución del tejido institucional arriba descrito, al Estado le toca un papel imprescindible. Y hay urgencia en que lo asuma.