Ignacio Avalos Gutiérrez
Actualmente, se ha dicho hasta el cansancio, la competitividad tiene carácter sistémico y por eso la empresa exitosa es aquella que forma parte de una red institucional que agrupa a infinidad de actores productivos. Por ello, la competitividad es un hecho que depende cada vez menos de las decisiones que conciernen sólo a las empresas individuales y más de un proceso que relaciona a cada empresa con su ambiente (otras empresas similares, suplidores de materias primas, usuarios, fabricantes de equipos, firmas de ingeniería, centros de investigación), a través de planes que sirven para asociar intereses e integrar esfuerzos. La teoría moderna parece no dejar dudas respecto a que lo importante no parece ser tanto la magnitud de las empresas, como la calidad y la intensidad de las relaciones que establecen entre ellas. En pocas palabras, la competitividad de una economía depende en mucho de la forma como las empresas acuerden para trabajar de manera conjunta.
Durante la etapa de sustitución de importaciones, siendo nuestra industria muy poco integrada hacia adentro, las empresas no fueron, casi nunca, muy dadas a establecer vínculos de cooperación entre sí. Casi pudiera decirse que las relaciones tendían a ser más bien antagónicas, en buena parte como resultado de políticas que postulaban como obligatorias (recuérdese el compre venezolano) algunas vinculaciones que, para ese momento, resultaban casi artificiales.
Para la gran mayoría de nuestras empresas, el reto de la competitividad sigue siendo un reto que se encara individualmente, tratando de mejorar dentro de las cuatro paredes de la fábrica. No se tiene la visión de cadena productiva y, por tanto, las vinculaciones con otros actores productivos, inspiradas en un objetivo común, son poco usuales. Así pues, no ha calado todavía la idea de que, en la economía de hoy, la cooperación es necesaria para poder competir, máxime si el parque industrial del país está constituido básicamente por empresas de poco tamaño. Es un signo, entre otros, de la desactualización de nuestro capitalismo. (3)
En principio, y según lo señalado antes, las nuevas reglas de juego económico pretenden que nuestras empresas cambien su guión histórico, a fin de poderle hacer frente a un medio más severo y apremiante. Podría suponerse, entonces, que, al optar por disminuir los recursos destinados al aumento de la capacidad tecnológica dura, la alternativa podría ser mejorar la organización de la empresa, esto es, su capacidad tecnológica blanda. En este sentido, pareciera lógico emplearse a fondo en el cambio institucional, tarea relativamente más barata, a fin de ganar en eficiencia y calidad.
Y, en efecto, la mayoría de las empresas parecen percibirlo así. Los gerentes muestran, hoy en día, mucho más conciencia acerca de la importancia que juega la cuestión organizativa. Todos están convencidos de que el desempeño de la empresa depende en buena parte del molde sobre el cual estén organizados los diversos aspectos asociados a su funcionamiento. Sin embargo, a la hora de las decisiones, la empresa típica prefirió abiertamente la reducción de personal al cambio organizativo, como medio para bajar sus costos, mientras que sólo una sexta parte de las empresas estudiadas decidió emprender alguna transformación organizativa para mejorar su desempeño.
Tenemos, pues, que nuestra empresa ha variado poco. Sigue siendo manejada de manera muy centralizada, las jerarquías caracterizan la relación interpersonal y, además, adolecen de una estructura hecha de compartimientos estancos, dentro de la que resulta difícil la comunicación entre personas que llevan a cabo actividades distintas. En ella la información está excesivamente concentrada y, en consecuencia, las decisiones de cualquier índole quedan a cargo de u muy pocas personas, configurando una situación dentro de la cual, la participación, en particular la de los obreros, tiene poca cabida (80 por ciento de la información relacionada con la marcha de la empresa está sólo en manos de la alta gerencia). Además, y por citar otro rasgo muy representativo de la concepción empresarial vigente, dentro de sus esquemas de reconocimiento, dos de las cualidades que más se valoran en los empleados, al margen de su nivel, son la puntualidad y la asistencia -requerimientos imprescindibles y casi suficientes, amén de ciertas destrezas mínimas, para un sistema productivo de corte fordiano-, mientras que, paralelamente, es poco el estímulo que se brinda a la creatividad o a la capacidad de trabajar en grupo, características que, a su vez, son las más relevantes, vistas las posibilidades que abren las nuevas tecnologías, así como los requisitos que imponen para que se haga un uso efectivo de ellas.
No obstante, en cierto número de empresas venezolanas, han causado furor las técnicas japonesas de gestión. Así, en la muestra examinada indica que casi un setenta por ciento de las que decidieron emprender algún cambio organizativo, señaló haber adoptado mecanismos para el control total de la calidad y cerca de la mitad el método del justo a tiempo. Por cierto, extraña el mayor empleo relativo de técnicas sofisticadas como las citadas, en comparación con otras más sencillas, menos niponas, si se me permite decirlo así, las cuales resultan de más fácil y rápida aceptación e implementación, sin que, por otro lado, ello desdiga de su impacto en la transformación de la empresa.
Como es lógico suponer, las técnicas modernas de gestión se han difundido de manera desigual dentro del aparato productivo y han sido adoptadas, en general como elementos aislados, los cuales se pretenden hacer encajar en una estructura organizativa que, en su conjunto, poco se aviene con ellas. En efecto, por lo que se sabe, esas técnicas son la expresión de un modelo organizativo caracterizado, principalmente, por un estilo gerencial participativo y la existencia de una estructura muy flexible en la que predominan las relaciones horizontales, la fluidez interna en las comunicaciones, el reparto más democrático de las informaciones y la superación de las divisiones administrativas internas y, también, de la distinción entre el trabajo manual y trabajo intelectual.
Por lo que se tiene visto, éste no es todavía, ni mucho menos, el modelo según el cual funcionan las empresas venezolanas. Por tanto, la implantación de las nuevas técnicas terminan representando sólo una modernización fragmentaria que no sólo no surte plenos efectos, sino que muchas veces es hasta contraproducente para el desempeño de la empresa. Son, en fin, técnicas que pegan parcialmente con el modelo prevaleciente de organización, el cual sigue siendo, si vamos a las etiquetas fortista y tayloriano.
Si uno se acoge a lo que dicen los textos sobre el tema, la modernización de la empresa pasa esencialmente por la democratización de las relaciones de trabajo. La empresa de hoy en día debe ser culta, según la expresión de Toffler, en un doble sentido. En primer lugar, bien informada y capaz de digerir y utilizar los datos que recaba; y en segundo término, informada en todos sus niveles, lo cual quiere decir lo más democrática posible en cuanto concierne al reparto del conocimiento y, por ende, del poder para decidir.
El que ésto sea así, vale la pena advertirlo para salirle a paso a cualquier inocencia tecnocrática, no depende sólo de que se implanten las más novedosas técnicas japonesas. Es sabido que éstas, si bien predisponen al empleo de esquemas basados en la colaboración y la participación, también pueden ser usadas de manera muy autoritaria en diversas empresas, según lo muestra la experiencia internacional.
Tampoco depende exclusivamente, y también es bueno decirlo, de los esfuerzos que pueda desplegar una gerencia convencida de las bondades de una administración democrática, sino que necesita, así mismo, de un cambio profundo en los enfoques sindicales. Estos deben empezar a dar cuenta de los efectos que producen los cambios tecnológicos y organizativos en la naturaleza de la actividad productiva. Por tanto, su misión como representante de los trabajadores debe cambiar en su médula, de tan distinta que es ahora la situación.
Sin embargo, da la impresión de que, así como la gerencia empresarial mantiene una porción muy significativa del viejo estilo de conducción, igual cosa ocurre con los sindicatos en cuanto a la manera de ver la empresa y de relacionarse con ella. Ambos factores hacen que nuestras empresas muestren cierta mezcolanza organizativa, la cual surte efectos importantes sobre su desempeño. (4)
Ello es explicable, desde luego. En fin de cuentas, el país está en transición y en transición están también sus organizaciones. Pero la coexistencia de formas y esquemas que corresponden a distintos modelos productivos es un lujo que ya casi no podemos permitirnos. En estas cosas, el tiempo pasa más rápidamente de lo que se quisiera y da un sentido de premura, del que, a veces, pareciera que no nos damos cuenta.
Los datos de la realidad industrial venezolana resultan, así pues, reveladores: la mayor parte de nuestras empresas carece de una gerencia de recursos humanos, no tiene planes de carrera para sus empleados, no invierte en el entrenamiento de su personal, concentra la información en la alta gerencia, no es proclive a garantizar la estabilidad laboral, no estimula la creatividad, establece escalas de remuneración muy dispares (de las más dispares del mundo) entre los que ganan más y los que ganan menos y, por citar un último aspecto, percibe que la productividad es, sobre todo, cuestión de máquinas y equipos, no de personas bien preparadas. Gerencialmente hablando, los trabajadores constituyen un factor de producción que se obtiene en el mercado y representan un costo variable, lo cual los vuelve, en gran medida, un asunto de índole contable.
De más está decir lo que esto significa en los tiempos que corren. La moderna administración de empresas señala, con mil y un argumentos, que la gente es parte determinante del capital de la empresa, dadas las características de las nuevas tecnologías. Son su principal riqueza, y no es frase. En torno a esa convicción han de fijarse las pautas para organizarse y funcionar.