Geraldo Muller
En la literatura consultada encontramos un abanico de definiciones. En un extremo del abanico hay definiciones que revelan mayor preocupación con los aspectos económicos de la competitividad, con énfasis en sus manifestaciones más inmediatas y mensurables, y, en el otro extremo, hay definiciones que intenta articular aspectos tecnoeconómicos, sociopolíticos y culturales del proceso competitivo.
No tiene sentido tratar de decidir cuáles son las conceptuaciones verdaderas o correctas, ya que todas examinan la competitividad como un fenómeno empírico a la luz de algún enfoque teórico. Lo que se podría decir es que los dos extremos del abanico de definiciones revelan intereses distintos, preocupaciones distintas, y tienen distintas bases teóricas; se podría decir que tal vez una complementa la otra. Se puede decir también que las diferencias surgen de la manera de examinar las relaciones entre desarrollo y competitividad las cuales no se reducen a enfoques teóricos porque incluyen estrategias, políticas y valores sociales.
En la literatura predomina el enfoque económico, con definiciones precisas y operativas, preocupadas con la medida cuantitativa de los componentes del proceso competitivo, con vista a la utilización del método comparativo. La figura de Ricardo y las teorías sobre el comercio internacional delinean los contornos de esta manera de examinar la competitividad.
Ejemplos: competitividad es la capacidad de un país, un sector o una empresa particular, de participar en los mercados externos (Feenstra, 1989: Introduction); competitividad es la capacidad de lucrarse mediante la exportación (Helleiner, 1989; 3); por diversas razones: análisis macroeconómicos de los países, capacidad tecnológica de innovación, cualidad de los productos, etc., ya que estos factores son dificilísimos de medir en términos cuantitativos, tomamos la noción en términos de posiciones competitivas relativas, claramente asociadas a los costos y precios diferenciales internacionales o, más precisamente, los cambios relativos de estos indicadores (Durand, 1987; 149); competitividad es habilidad sostenible de obtener ganancias y mantener la participación en el mercado (...). Esta definición presenta tres importantes y mensurables dimensiones: ganancias; participación en el mercado, y, a través de la palabra <sostenibilidad>, registra el aspecto temporal (Dure, Martín & Westgren, 1992; 2).
Visto desde el ángulo económico, comprender la competitividad no se limita a un examen de la participación en los mercados, internos y externos. Incluye el estudio de precios y costos comparativos de producción, de las tasas de cambio e interés, del poder de mercado, y las dimensiones no-precios, tales como la información sobre los mercados, el diseño de los productos, el empaque, el control de calidad, la atención a los clientes, marketing y cuidados en la distribución; incluye, en fin, la eficiencia de la economía (sector, firma, país) que exporta.
En cuanto a las políticas, este tipo de literatura indica la necesidad de relacionar el ingreso marginal nacional con el costo social marginal de un determinado bien exportable, y sus implicaciones, como las externalidades negativas o positivas (Helleiner, 1989: 7 y 16), o sea, las consecuencias para el bienestar o costos no enteramente contabilizados por el sistema de precios y mercado (Bannock, Baxter & Davis, 1987).
Esta manera de emplear el concepto de competitividad, en diagnósticos y pronósticos, es la más usual y práctica. No hay razón para oponerse a su uso siempre y cuando las condiciones coeteris paribus y las externalidades estén claramente expuestas; por otra parte, esta perspectiva del sistema económico mantiene vínculos con los otros sistemas que configuran la sociedad a través del concepto de externalidad, en el cual los costos sociales son, sin duda, designados, pero como es difícil cuantificarlos, no retroalimentan la economía con informaciones esenciales, fundamentales para la viabilidad, continuidad y modificación del sistema sociocultural en el cual participa la economía.
La contaminación industrial, el uso de las aguas de los bosques, la exclusión socioeconómica de numerosos grupos de pobres, y otros temas más, como la representación política y la democracia, los derechos humanos, no pueden, para otro grupo de científicos sociales, ser entendidos como factores exógenos de la economía cuando se trata de la competitividad- sino como elementos del sistema sociocultural.
De hecho, no hay nada nuevo en esta observación crítica. Considerar las contingencias de la acción económica con respecto a la cognición, la cultura, la estructura social y las instituciones públicas tiene una larga tradición en varias disciplinas de las ciencias sociales, inclusive en la economía. Parece que ahora fueron despertadas de su descanso conceptual. Pero, es más que esto: fueron llamadas a atender a nuevas situaciones empíricas (Ver, por ejemplo, Zukin & Di Maggio, ed. 1990). En lo que se refiere a las distintas disciplinas de la ciencia social, como antropología, economía, política, sociología e historia, cabría preguntar si existen criterios para establecer, de forma relativamente clara y sustentable los límites entre ellas; el análisis de los sistemas mundiales responde con un no inequívoco a esta pregunta. Todos los supuestos criterios nivel de análisis, objeto de estudio, métodos, supuestos teóricos- carecen de validez práctica o, si los mantienen, son obstáculos al progreso del conocimiento en vez de estímulos a su creación (Wallerstein, 1990: 398-417).
El predominio de la perspectiva económica presupone que existen fuerzas manipuladas por manos invisibles suficientemente fuertes para mantener, reformar y expandir el sistema sociocultural existente. Esto se podría aceptar si, de hecho, el sistema mundial funcionara adecuadamente, como ocurrió en las tres décadas después de la Segunda Guerra Mundial. Ocurre que lo que distingue el sistema mundial actual es precisamente la necesidad de reponer los presupuestos de su funcionamiento, lo que se verifica a partir de fuertes dosis de aleatoriedad, obligando a los agentes económicos y a los gobiernos a continuas improvisiones. Lo que era externo al determinado subsistema se hizo interno, requiriendo así de una revisión de la racionalidad de la acción económica.
Aquí el énfasis puede ser indicado por la crítica básica a la perspectiva anterior: la conceptuación económica no se deja contaminar por las demás dimensiones del sistema social, lo que implica en la práctica la imposibilidad de formular una estrategia integrada de reformas económicas y sociales, requeridas por una sociedad innovadora (Bradford, 1992: 18). La perspectiva sociocultural (Vea Buckley, 1971: 15), parte de lo siguiente: Los años 90 constituyen para América Latina, años en los cuales los pobres y los gobiernos aspiran a objetivos más amplios que los que fueron factibles en los 80. Existen, ahora, nuevos imperativos para la equidad social, la competitividad internacional y la sustentabilidad ambiental, que tienen que satisfacer dentro de un contexto democrático de participación social creciente y de respeto para los derechos humanos. Para llevar a cabo estos nuevos imperativos, se debe estimular un mayor dinamismo económico y, al mismo tiempo, consolidarlas conquistas recientes de estabilización y ajustes económicos (Bradford, 1992: 3).
Esta perspectiva, desarrollada en los años 80 por CEPAL (en buena medida sintetizada en CEPAL, 1990), centrada en los trabajos de Fernando Fajnzylber, e incorporada por el Centro de Desarrollo de la OECD (Bradford) puede ser resumida en dos puntos: (i) nuevos imperativos tecnológicos, organizacionales, institucionales, legales, políticos y culturales se imponen como elementos que prescriben el pensamiento y la acción contemporáneos, y que hace posible diseñar una determinada configuración futura del sistema sociocultural, y (ii) la competitividad gana determinación en las relaciones que establece con otros conceptos (equidad y sostenibilidad) y valores sociales (democracia, derechos humanos y participación social).
Gráficamente, esto se puede expresar de la siguiente manera:
Se podría que los autores de esta propuesta desempeñan el mismo papel de los ideólogos y los estudiosos de otras épocas. Aprovechan las experiencias de una manera crítica, cuestionan la situación actual, se valen de las oportunidades materiales y culturales, y proponen la realización d valores heredados de la cultura occidental. La implementación de este modelo de desarrollo implica el cambio social de actitudes y de comportamientos en todos los segmentos sociales rumbo a una sociedad innovadora (Bradford, 1992: 7).
Aunque no se puede descartar la posibilidad de una regresión civilizadora de los sistemas socioculturales, la ideología del propuesto modelo de desarrollo, que se apoya en la democracia participativa, es totalmente compatible con la competitividad basada en innovaciones continuas, o, como señaló F. Fajnzylber, la competitividad auténtica. Esto nos lleva a una pregunta decisiva, retomada más adelante, principalmente para aquellos que proponen que la competitividad es la ausencia de poder o de coerción. Además, es una visión más compleja de la determinación del proceso competitivo, ya que no enfatiza sólo la determinación estructural de la producción, sino, incluye, además del tema del poder, los aspectos relativos al control sobre la seguridad nacional e internacional, sobre el crédito y sobre el conocimiento, las creencias e ideas (ver Strange, 1988: 24-29).
En este sentido, competitividad no es intercambiable con competencia; tampoco es capaz de exhibir un estatus conceptual propio. De hecho, lucha por su identidad. Lucha por ser parte de un conjunto teórico, en el cual (i) se muestre pertinente a una problemática, para el cual se presenta una solución válida; (ii) sea capaz de proveer un cuadro explicativo, y (iii) sea capaz de propiciar hipótesis que se pueden falsificar. Además, su lucha se extiende a los campos ideológico y práctico.
En el campo de la economía, se percibe la complejidad de significados y de perspectivas que establecen el uso de este concepto. A pesar de la referencia obligatoria en la literatura reciente a la política industrial, al análisis del desempeño y a las perspectivas de la industria, los distintos autores no perciben la competitividad de la misma manera. Las diferencias resultan de bases teóricas, percepciones de la dinámica industrial y hasta las ideologías diversas y tienen implicaciones para la evaluación de la industria y de las propuestas de política que se formulan (Haguenauer, 1990: 327-328).
Otros autores, después de un estudio de las definiciones, usos conceptúales y temas sobre competitividad, concluyen que la evaluación de competitividad requiere una perspectiva que va más allá de los límites de la teoría tradicional de comercio para determinar el patrón de comercio y cómo éste es influenciado por la estrategia de la firma y por la intervención gubernamental. Se identificaron innumerables factores además del precio competitivo, y se presentaron niveles de análisis. Vemos como inútil la investigación por un nuevo paradigma para reemplazar la teoría tradicional de comercio, pero ya se reconoció la importancia política de una nueva teoría estratégica de comercio. Una importante lección que proviene de esta literatura es que sectores industriales específicos tienen importancia. Necesitamos estudios de caso detallados hechos por los estrategas de negocios para complementar los enfoques teóricamente rigurosos, basados en la teoría del equilibrio general y altamente agregados en términos macroeconómicos y de comercio. (Abad & Bredal, 1992: 19-20). Estos autores se sienten incómodos para explicar lo que determina los patrones observados de producción y comercio entre naciones, aunque sigue siendo clave las discusión postdebate sobre la paradoja de Leontief.
El examen de la competitividad, desde la perspectiva de lo que llamamos sociocultural, está lejos de reducirse al comercio internacional, aunque este es parte de la competitividad.
Por más de una década, varios autores han defendido la relación explícita entre eficiencia, productividad, competitividad y el mejoramiento del nivel de vida de los ciudadanos. Por ejemplo: Mi teoría comienza en las industrias y competidores individuales, y se desarrolla hasta la economía como un todo (...). La teoría que se expone en este libro pretende capturar la gran complejidad y riqueza de la competitividad actual, y no abstraerse de esto (...). Pretendo integrar los diversos elementos que influyen en el comportamiento y el crecimiento de las empresas. El resultado es un enfoque holístico, cuyo nivel de complejidad podría parecer un poco incómodo para algunas personas (Porter, 1990: Introducción).
Vale la pena llamar la atención a dos ideas defendidas por éste y otros autores, que enfatizan la perspectiva sociocultural: una, que asocia competitividad con productividad, y la otra que considera la competitividad como una capacidad nacional y no de una empresa singular.
La productividad es la clave, por excelencia, para conseguir la competitividad. En su base están las innovaciones: innovaciones tecnológicas, organizacionales e institucionales; las innovaciones tecnológicas, aunque no son la causa del desarrollo económico, se encuentran en el centro de este desarrollo (ver Labini, 1989: 22 y 33). Cabe señalar que estas innovaciones no provienen de fuentes empíricas y aleatorias, sino de organizaciones denominadas sistemas nacionales de innovación.
Tales sistemas presentan lo que Dosi (según Villaschi, 1992: 51-76) identifica como tres dominios articulados: lo tecnológico (sistema educacional, laboratorios e investigación); lo económico (las formas de las unidades productivas); y el de las instituciones sociopolíticas (que facilitan un obstaculizan el desarrollo tecnológico). Por lo tanto, hay que considerar el sistema de innovaciones como un componente de los circuitos de retroalimentación del sistema sociocultural.
Para algunos autores, como Helleiner, no tiene sentido hablar de la competitividad de un país, porque, de hecho, quien compite son las empresas y los sectores económicos; se reduce los actores de la competitividad internacional a unidades y sectores productivos y los autores congelan todo el entorno del sistema nacional de innovaciones. Fajnzylber tiene otra manera de ver: En el mercado internacional compiten no sólo las empresas. Se confrontan también sistemas productivos, esquemas institucionales y organizaciones sociales, en los que la empresa constituye un elemento importante, pero integrado en una red de vinculaciones con el sistema educativo, la infra-estructura tecnológica, las relaciones gerencial-laborales, el aparato institucional público y privado, el sistema financiero, etc. (Fajnzylber, 1998: 22-23). Y para recalcar esto: En síntesis, en el mundo actual los productos no sólo compiten, sino que en ellos se manifiesta la competencia de los sistemas productivos, tecnológicos y educacionales (Rosales, 1990: 711;712).
En la relatoría del seminario Competitividad Internacional, realizado en Corea del Sur en abril de 1990, coordinado por el Instituto de Desarrollo Económico del Banco Mundial, uno de los relatores afirma que no basta entender la competitividad de los productos manufacturados por sus elementos básicos, como precio y cualidad, porque en la práctica estos productos no se pueden comparar fácilmente: no hay una relación directa entre el precio y la calidad, pues es difícil especificar la calidad en la diferenciación de los productos. Por otro lado, no se puede definir la competitividad cómo como la capacidad de exportar o generar superavits comerciales, ya que se puede obtenerlos con medios artificiales, tales como bajando la tasa de cambio o reduciendo los gastos domésticos (ej. Bajos salarios), (Haque, 1991: 5).
Haque, el relator, crítica las posiciones de Porter (1990) y de Pérez (1989). La visión del primero se basa en la inexistencia de un sistema que sea universalmente apropiado al desarrollo tecnológico, y cada nación debería encontrar el suyo, a la luz de su historia, cultura y valores. Sin embargo, los cambios tecnológicos dictan cambios en los modos de producción y organización algunas veces radicales- y la inadaptabilidad de uno puede frustrar la explotación del potencial del otro. Pérez (1989), a su vez, argumenta que los períodos de elevado crecimiento (como los años 50 y 60) se caracterizaron por una <coherencia dinámica> entre el sistema socio-institucional y los requerimientos del cambio tecnológico, en cuanto al desajuste entre las dos esferas, atrasó el crecimiento en las dos últimas décadas. De acuerdo con esta visión, los países empezaron a perder competitividad internacional porque se mantuvieron aferrados a un paradigma tecnológico que dejó de tener relevancia en las nuevas condiciones. Sus dificultades provinieron, por consiguiente, de sus éxitos anteriores, porque se mantuvieron totalmente comprometidos con el paradigma por inversiones e instituciones pasadas, que eran difíciles de cambiar o destruir. El nacimiento de un nuevo paradigma así como ocurrió con los recientes avances en la tecnología- redefine las condiciones para la competitividad, y el éxito depende de la adaptabilidad de las instituciones nacionales. No se trata sólo de la cuestión de crear nuevas industrias y productos en perjuicio de las antiguas. No obstante, según Haque, el problema con este enfoque es que mientras acentúa la armonización entre tecnología e instituciones, no logra explicar el éxito de los países de recién industrialización que superaron las fuentes tradicionales en la producción manufacturera (Haque, 1991: 6 y 7).
Otro relator del seminario dejó claro la perspectiva sociocultural, mostrándose firme en su opinión que (...) la competitividad nacional no es sencillamente un fenómeno económico ni un fenómeno impulsado por el mercado. La eficiencia pasiva (estos es, la que acepta los precios como correctos con la expectativa de que la competitividad se adapte automáticamente) no es la experiencia de países como Corea, que ha tenido un buen desempeño en la economía mundial. Leyes, costumbres, lenguajes, hábitos en los negocios y otras peculiaridades nacionales desempeñan un papel importante en la determinación de la competitividad y el comercio. Es necesario tener una perspectiva amplia y globalizadora de la sociedad (Bradford, 1991: 18).
Esta perspectiva se basa en la competitividad nacional, sitúa la relación contradictoria entre instituciones nacionales creadas para difundir en el país un paradigma tecnoeconómico de carácter mundial, considera la experiencia histórica de los países asiáticos recién industrializados y concluye que las estrategias y políticas nacionales son necesarias para crear las fuentes de competitividad.
Definir la competitividad como la participación en el mercado es un buen comienzo; ampliarla con la incorporación de la estructura y la conducta de las empresas y de los sectores económicos es un buen avance, y sin duda, algo muy útil para hacer diagnósticos tecnoecnómicos. La posibilidad de explorar más el concepto de externalidades (positivas y negativas) a la luz del nuevo paradigma de producción flexible, junto con muchas más contribuciones teóricas de la economía industrial y de negocios estratégicos, permite pensar en avances de importancia para una perspectiva más específicamente económica de la competitividad. Lo que haría difícil incorporar las otras dimensiones del sistema social en la perspectiva económica de la competitividad, hoy tan relevantes como lo es la dimensión económica.
Por el otro lado, el concepto de competitividad visto desde el enfoque sociocultural es excesivamente extenso, aunque está articulado a una red conceptual (también en busca de su estatus teórico), que implica la pérdida de su carácter operativo; sus límites son muy tenues y su estructura interna muy fluida. La competitividad parece aquí como una mezcla de: (i) una visión del mundo contemporáneo, sumergido en valores sociales, que acepta diversas combinaciones entre organización y mercado; (ii) conceptos de distintas vertientes teóricas que, al reunirse (todavía poco claro), ultrapasan el alcance de otros conceptos utilizados en teorías como en el caso del comercio internacional; (iii) vida práctica, donde se lucha ferozmente por mercados y donde no existen regulaciones internacionales tan civilizadas que permiten los agentes experimentar los valores sociales propuestos por el modelo. De hecho, esta conceptuación de competitividad pretende, junto con los conceptos de equidad y sostenibilidad, apuntar hacia el futuro, como un modelo, y por eso, disponer de capacidad prescriptiva sobre las acciones presentes.
Por eso, sugerimos que se considere las competitividad como un mapa, con sus territorios y caminos que permite, frente a preguntas particulares, elaborar un concepto adecuado. Esta consideración se fundamenta en el hecho de que la competitividad se ha convertido, principalmente después de la crisis de 1979-82, en una de las principales normas del inestable juego internacional. La apertura comercial, los ajustes estructurales, la reconversión productiva, la coexistencia inteligente con los recursos naturales, la lucha contra la pobreza, en fin, prácticamente todo se enfoca, de una manera u otra, a través de la prisma de la competitividad. Lo que la transformó -en un clima conceptual amplio y ambiguo- en una especie de principio impositivo de evaluación internacional, por parte de los órganos públicos y privados (sin duda, los organismos crediticios), lo cual tuvo repercusiones en la formulación e implementación de estrategias empresariales y políticas nacionales.
La polémica entre el Banco Mundial y Japón, al principio de la década, señaló esto; la cuestión no residía en estar a favor o en contra de la apertura de las economías nacionales, sino la manera de implementarla. En cuanto al presidente del Banco Mundial, en febrero de 1990, afirmó que las fuerzas del mercado y la eficiencia económica fueron (en la década pasada) los mejores caminos para alcanzar el tipo de crecimiento que es el antídoto de la pobreza (ver Broad, 1990-91: 144). Japón sostenía que en la década de los 80, tanto la teoría como la política económica estuvieron fuertemente orientadas hacia la búsqueda de la eficiencia. En este sentido, fue un período único. Sin embargo, este período llegó a su fin. Lo que se necesita ahora es una política bien equilibrada entre la eficiencia y la equidad para promover el bienestar de toda la sociedad. El enfoque de ajuste estructural del Banco Mundial debería transformarse para reflejar este cambio de rumbo (Japón, 1991).
Hoy, parece que se dispone de una experiencia razonable para una posición más madura, frente a las estrategias simplistas, defendidas por algunos organismos internacionales durante la década de los 80. estrategias según las cuales bastaba con abrir los mercados y lanzar los países a la exportación para alcanzar el crecimiento ya no son defendidas, ni siquiera por los que las formularon el Banco Mundial (el Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo, que incluye la Corporación Financiera Internacional y la Asociación Internacional de Desarrollo). Además, se consideran las dicotomías rígidas que inducían la creación de extrañas oposiciones como Estado fuerte Vs. Estado mínimo, economía de mercado Vs. Economía de intervención, sustitución de importaciones Vs. Promoción de exportaciones, como falsos dilemas.
Un estudio de la vida práctica revela que, a pesar de que la competitividad está implícita en la liberalización de las economías nacionales, los esquemas proteccionistas y de incentivos se mantienen como un hecho real, a través de los cuales todos los países tratan de alcanzar sus objetivos nacionales. Es más: la desreglamentación y la privatización no eliminaron el papel del Estado en el desarrollo económico, porque no se crearon instituciones capaces de proveer el apoyo necesario a las innovaciones, al comercio internacional, a las inversiones transnacionales y a las negociaciones bi y multilaterales, sobre todo para aquellos países en vías de desarrollo.